miércoles, 2 de diciembre de 2015

Cementerio Juárez

Hoy es igual que ayer. No va haber día ya que no sea el mismo. Repetido mil veces. No me quedan lágrimas. Ni gritos. Se agotaron hace mucho. Me levanto por la mañana. Y nada más abrir los ojos, sé que tú ya no estás. Aún me duelen las entrañas, como si te hubiese parido ayer. Es curioso, cómo el dolor del parto se iguala al dolor de tu muerte. 

Mil veces he pensado si pude hacer algo para que no pasara. Todas idénticas, tantas ya. 1,65, castaña, y tu pelo largo. Tu pelo, que olía a manzanilla. Lo peinabas hasta hacerlo brillar y reías cuando mamita te decía que llevabas una corona de estrellas en la cabeza. Pude cortarte la melena de caballo salvaje, teñirte de rubio albino. No dejarte salir de casa, porque los monstruos acechaban. Todos lo sabíamos. Pero mamita tenía que ir a trabajar. Y no te podía vigilar siempre. Vuelvo a vomitar cada vez que pienso que pude tenerte conmigo aquel sábado. Que pude decir que no iba a hacer aquel turno de noche en la taquería. Que no me importaba que no me llegase el dinero al final del mes. Pero yo quería que estudiaras, que no fueras como mamita. Y tú, brava muchacha, tuviste que ir a la maquiladora a trabajar. Porque querías ser mayor. Porque no querías que yo llorase de noche por el dolor de mis pobres manos hinchadas.


Los monstruos llegaron y te llevaron. Y mi luz se apagó aquel día. Cuando regresé a casa y tú no lo hiciste, ni al día siguiente, ni al siguiente, lo supe. No volverías más. Ellos te habían llevado. Tantas ya. 


Lo peor fue verte después. Tu cuerpo, que era el mío, mi sangre mi carne, destrozado. Las manos que acaricié, los ojos que me miraban con el amor infinito de una hija. Tu pelo de caballo salvaje. Qué te hicieron, mi niñita. Dios no podrá explicarme, si algún día voy con él, que existan hombres que puedan hacer eso a una mujer. No hay Dios que explique tanta crueldad, tanta barbarie. Es el horror. Sólo cuento los días para irme contigo. No merezco seguir aquí, respirando, si tú no estás. Prometí cuidarte y protegerte siempre. Pero los monstruos fueron más fuertes que yo.


Aquí somos muchas así. Madres esperando la muerte que nos lleve con nuestras hijas. Para calmar su dolor, porque mientras te machacaban no estaba contigo para oírte gritar. Sueño con esos gritos. A diario. Y me duelen mis pobres manos hinchadas por no poder tocarte.


Me cansé de golpear las puertas de la comisaria pidiendo una justicia que no llega ni llegará jamás. Somos la hez de Ciudad Juarez. No somos gringos, ni tenemos dinero. No podemos pagar un abogado. Ni una investigación privada que busque a los monstruos. Porque están aquí, cerca. Y siempre vuelven a llevarse a otra niña más. Los que mandan les protegen, son parte del sistema. De esa máquina de devorar carne humana, sólo para satisfacer la necesidad de sangre de los que pueden pagarla. Mi hija fue sacrificada en el altar de alguien que pudo comprarla, y que sigue pagando para que otras mueran.
Me cansé de juntarme con otras familias, con el dolor de otras víctimas. No puedo soportar tanto. No puedo. Mi marido me dice que lo olvide, que no debo seguir pensando en ello, que tenemos que sobrevivir. No puedo. Mi niña. Mi vientre aun la siente cuando no puedo dormir. Otras madres son más fuertes que yo. Dicen que debemos luchar unidas para que las desaparecidas y las muertas descansen en paz. Para buscar a los culpables. Pero no entienden que los monstruos no pueden atraparse. Que su apetito es insaciable y su dinero también. 


Un día; es igual a anterior y será igual al siguiente. No puedo seguir. Hoy te oí hablar, en ese espacio que se sitúa entre el sueño y la vigilia. De nuevo, tú.



Ya no recuerdo cuándo me empezó a cubrir la tierra las heridas. Se me olvidaron los cumpleaños de hace un siglo quizás. La tierra de la frontera arde durante el día y a la luz helada de la luna mis huesos hacen un ruido de madera que invoca a los gatos salvajes y asusta a las serpientes que tapan su cabeza con la cola para no mirar, para no saber nada más.
Recuerdo como en un sueño que me hubieran contado que era una niña bonita. Recuerdo que una amiga y yo falsificamos nuestras cédulas para poder trabajar. Siempre había necesidad en nuestras casas. Quería un vestido y unos hermosos zapatos nuevos, como los que nunca había tenido. Quería poder comprarle al chamaquito algún juego que fuera suyo para siempre, a mamita darle descanso, que no tuviera que trabajar en una lavandería y una taquería. Quería que sus manos volviesen a verse suaves y deshinchadas y cuando me contrataron para la maquiladora me sentí dichosa. Ya estudiaría cuando en casa pudiéramos comer y vivir decentemente.
Fue el primer y último día que trabajé en aquel infierno de muchachas tristes, capataces de látigo y gringos sonrientes de manos largas y lengua viscosa de lagarto venenoso. Subí a aquella camioneta y se hizo la oscuridad en la que mis huesos se entremezclan con raíces y larvas. En el cráneo que adornaba mi brillante melena negra anidó este año la serpiente y de mis cuencas vacías partió una legión de diminutas culebritas. Ya comieron mi carne los coyotes y los gusanos, ya quedaron mis huesos tan blancos que hacen envidiar al nácar y al alabastro. Desde este silencio sólo roto por el aullido de los coyotes y el sisear de las serpientes, desde esta negrura pura en la que mil soles no podrían penetrar, intento recordar todo aquello que sea posible porque si dejo de recordar me convertiré en nada, en la nada que decidieron para mi aquellos hombres sin alma ni entrañas. Tengo un vago recuerdo del daño que me hicieron, pero el recuerdo más nítido que tengo es el último: el momento en que dejé de aferrarme a la vida, batalla que ya estaba decidida, con mis pequeñas manos. Dejaron de dolerme los cortes, las quemaduras, los desgarros, los puñetazos. Deje de escuchar sus palabras soeces y repugnantes, deje de olerlos y desapareció la náusea, dejo de dolerme la superficie de mi piel y lo que bajo ella, roto o magullado, se contenía. Me dormí y permanezco en este silencio alerta al crecer de las raíces del cactus, al escarbar del gato, al zumbido del insecto, a las cosquillas que me hacen las serpientes en los huesos. Desde aquí se escucha el viento y aunque hace frío no siento miedo. He olvidado casi a todos a los que quise, igual que he olvidado prácticamente mi vida entera. No sé si me gustaba jugar o a qué. No recuerdo si me gustaba cantar o bailar, no existe un chico que haga que mis huesos enloquezcan y hagan música por su amor.

Mi tormento es saberte sola. Rezo a Dios para que la espera sea corta.